La ciudad y los perros

Mario Vargas Llosa
I

-Cuatro -dijo el Jaguar.

Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.

-Cuatro -repitió el Jaguar- ¿Quién?

-Yo -murmuró Cava- Dije cuatro.

-Apúrate -replicó el Jaguar- Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de] colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.

-¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? -dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero de pelos grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño.

Tenía la boca abierta, del labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a mirarlo.

-Entro de imaginaria a la una -dijo Boa-. Quisiera dormir algo.

-Váyanse -dijo el Jaguar- Los despertaré a las cinco.

Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y maldijo.

-Apenas regreses, me despiertas -ordenó el Jaguar- No te demores mucho. Van a ser las doce.

-Sí -dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía fatigado-. Voy a vestirme.

Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no necesitaba ver para orientarse entre las dos columnas de literas; conocía de memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad silenciosa, alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la segunda de la derecha, la de abajo, a un metro de la entrada. Mientras sacaba a tientas del ropero el pantalón, la camisa caqui y los botines, sentía junto a su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera superior. Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos del negro y pensó en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de franela azul y se vistió. Echó sobre sus hombros el sacón de paño. Luego, pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del Jaguar, que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.


-Jaguar.

-Sí. Toma.

Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero. Conservó en la mano la linterna, guardó la lima en el bolsillo del sacón.

-¿Quiénes son los imaginarias? -preguntó Cava;

-El poeta y yo. 

-¿Tú? 

-Me reemplaza el Esclavo. 

-¿Y en las otras secciones? 

-¿Tienes miedo? 
Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta. Abrió uno de los batientes, con cuidado, pero no pudo evitar que crujiera. 

-¡Un ladrón! -gritó alguien, en la oscuridad- ¡Mátalo, imaginaria! 

Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente iluminado por los globos 
eléctricos de la pista de desfile, que separaba las cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el contorno de los tres bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la cuadra, se mantuvo unos instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie; el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los 
cadetes que dormían, a los suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla 
del estadio. Advirtió que el- miedo lo paralizaría si no actuaba. Calculó la distancia: debía cruzar el patio y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras del descampado, contornear el comedor, las oficinas, los dormitorios de los oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que moría en el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no llegaba hasta allí. Luego, el regreso. 

Confusamente, deseó perder la voluntad y la imaginación y ejecutar el plan como una  máquina ciega. Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez insólita. Comenzó a avanzar pegado a la pared. En vez de cruzar el patio, dio un rodeo, siguiendo el muro curvo de las cuadras de quinto. Al llegar al extremo, miró con ansiedad: la pista parecía interminable y misteriosa, enmarcada por los simétricos globos de luz en torno a los cuales se aglomeraba la neblina. Fuera del alcance de la luz, adivinó, en el macizo de sombras, el descampado cubierto de hierba. Los imaginarias solían tenderse allí, a dormir o a conversar en voz baja, cuando no hacía frío. Confiaba en que una timba los tuviera reunidos esa noche en algún baño. Caminó a pasos rápidos, sumergido en la sombra de los edificios de la izquierda, eludiendo los manchones de luz. El estallido de las olas y la resaca del mar extendido al pie del colegio, al fondo de los acantilados, apagaba el ruido de los botines.

Al llegar al edificio de los oficiales se estremeció y apuró el paso. Después, cortó transversalmente la pista y se hundió en la oscuridad del descampado. 
Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo, el miedo que empezaba a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia, brillantes como luciérnagas, dulces, tímidos, lo contemplaban los ojos de la vicuña. "¡Fuera!", exclamó, encolerizado. El animal permaneció indiferente. 

"No duerme nunca la maldita", pensó Cava. "Tampoco come. ¿Por qué no se ha muerto?- Se alejó. Dos años y medio atrás, al venir a Lima para terminar sus estudios, lo asombró encontrar caminando impávidamente entre los muros grises y devorados por la humedad del Colegio Militar Leoncio Prado, a ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la vicuña al colegio, de qué lugar de los Andes? 

Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la vicuña apenas se inquietaba con el impacto de las piedras. Se apartaba lentamente de los tiradores, con una expresión neutra. "Se parece a los indios", pensó Cava. Subía la escalera de las aulas. Ahora no se preocupaba del ruido de los botines; allí no había nadie, fuera de los bancos, los pupitres, el viento y las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería superior. Se detuvo. El chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. "El segundo de la izquierda", había dicho el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando con la lima la masilla del contorno, que recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el suelo. Palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro, movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó: "Examen bimestral de Química. Quinto año. Duración de la prueba: cuarenta minutos”. Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aún. Copió rápidamente las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y volvió hacia la ventana. Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos. "¡Mierda!", gimió. Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso. 
-¿Listo? - dijo el Jaguar. 
- Sí. 
- Vamos al baño. 
El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal. 
- Rompí un vidrio - dijo, sin levantar la voz., 
Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del 
Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas. 

- Serrano - murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro... 
Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin 
violencia. 

-¡Suelta! - dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano! 
Cava dejó caer las manos. 

- No había nadie en el patio -susurró- No me han visto. 

El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha. 

- No soy un desgraciado, Jaguar - murmuró Cava - Si nos chapan, pago solo y ya está. 

El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió. 

- Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones. 
Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas, arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: "voy a ver Lima". A veces, su madre lo atraía hacia ella, murmurando: "Richi, Ricardo". Él pensaba: "¿por qué llora?". Los otros pasajeros dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados: "no me dormiré". Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, “Ya llegamos, Richi, despierta." Estaba en las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer canturreaba ya sin entusiasmo. "¿Cómo será?", pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: "tu papá no estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima". "Ya llegamos", dijo su madre. "¿Avenida Salaverry, si no me equivoco?", cantó el chofer. "Sí, número treinta y ocho", repuso la madre. Él cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó."¿Por qué me besa en la boca?", pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de muchas vueltas. Mantuvo cerrados los Ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el cuerpo de su madre se endureció. "Beatriz, dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca, abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: "es tu papá, Richi. Bésalo”. Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él estaba rígido. 
Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. "Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza", había dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergüenza y la confusión que sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera. 

No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la 
habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los Ojos: su madre sonreía. "Buenos días", dijo ella, tiernamente; "¿No besas a tu madre?". "No", dijo él.