San Manuel bueno, mártir

Miguel de Unamuno (1864 – 1936)

En La Nación, de Buenos Aires, y algo más tarde en El Sol, de Madrid, número del 3 de diciembre de 1931 [...], Gregorio Marañón publicó un artículo sobre mi SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR, asegurando que ella, esta novelita, publicada en La Novela de Hoy, número 461 y último de la publicación, correspondiente al día 13 de marzo de 1931 -estos detalles los doy para la insaciable casta de los bibliógrafos-, ha de ser una de mis obras más leídas y gustadas en adelante como una de las más características de mi producción toda novelesca. Y quien dice novelesca -agrego yo-, dice filosófica y teológica. 

Y así como él pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana. Luego hacía Marañón unas brevísimas consideraciones sobre la desnudez de la parte puramente material en mis relatos. Y es que creo que dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua, de la nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la revista en su fantasía. Es la ventaja que lleva el teatro. 

Como mi novela Nada menos que todo un hombre, escenificada luego por Julio de Hoyos bajo el título de Todo un hombre, la escribí ya en vista del tablado teatral, me ahorré todas aquellas descripciones del físico de los personajes, de los aposentos y de los paisajes, que deben quedar al cuidado de actores, escenógrafos y tramoyistas.

 Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que los personajes de la novela o del drama escrito no sean tan de carne y hueso como los actores mismos, y que el ámbito de su acción no sea tan natural y tan concreto y tan real como la decoración de un escenario. 

Escenario hay en SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR, sugerido por el maravilloso y tan sugestivo lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive la leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago. Y voy a estampar aquí dos poesías que escribí a raíz de haber visitado por primera vez ese lago el día primero de junio de 1930. La primera dice: 

San Martín de Castañeda, espejo de soledades, 
el lago recoge edades 
de antes del hombre y se queda 
soñando en la santa calma 
del cielo de las alturas, 
la que se sume en honduras 
de anegarse, ¡pobre! el alma. 
Men Rodríguez, aguilucho 
de Sanabria, el ala rota 
ya el cotarro no alborota 
para cobrarse el conducho. 
Campanario sumergido 
de Valverde de Lucerna, 
toque de agonía eterna 
bajo el caudal del olvido. 
La historia paró; al sendero 
de San Bernardo la vida 
retorna, y todo se olvida, 
lo que no ha sido primero. 
 
Y la segunda, ya de rima más artificiosa, decía y dice así: 

Ay Valverde de Lucerna, 
hez del lago de Sanabria, 
no hay leyenda que dé cabria 
de sacarte a luz moderna. 
Se queja en vano tu bronce 
en la noche de San Juan, 
tus hornos dieron su pan 
la historia se está en su gonce. 
Servir de pasto a las truchas 
es, aun muerto, amargo trago; 
se muere Riba de Lago 
orilla de nuestras luchas. 
 
En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo. Es de una desolación tan grande como la de las alquerías, ya famosas, de las Hurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en que abunda el lago y sobre las que una.