Se encontró sentado en la cama, con los pitidos del reloj
atronándole los oídos. Ese día cumplía veintinueve años.
De un manotazo silenció el reloj.
Había emergido del sueño violentamente, angustiado, profusamente
transpirado, a pesar de que la temperatura ambiente del dormitorio apenas si
llegaba a los dieciocho grados, pero lo que más lo torturaba era esa sensación
de aterradora opresión que le atenazaba el pecho como una garra, esa tremenda
angustia. Nunca le había ocurrido, era una experiencia tremenda, demoledora.
Y lo peor era no saber a que atribuirle semejante vivencia.
Una pesadilla, claro, una terrible pesadilla, pero no recordaba
absolutamente nada.
A su lado Paola roncaba suavemente, por fortuna nunca escuchaba el
reloj, no hubiera sabido que decirle, ni siquiera sabía si era capaz de hablar.
Puso los pies en el piso y se dirigió al baño, parecía que el piso
se hundía a su paso. La imagen de su rostro que reflejó el espejo lo dejó sin
aire, era la de un hombre absolutamente agotado, arrasado, desvastado. Sus
ojos, intensamente irritados, hablaban inconfundiblemente de largas horas de
llanto incontenible.
La confusión se anexo a su cóctel de sensaciones.
Comenzó a vestirse, era hora de ir hacia el trabajo. De pasada
hacia la puerta de salida pasó por el dormitorio de Lara, su pequeña hija de
dos años. La imagen de ella, con sus rojos bucles y su piel de nácar, durmiendo
tranquilamente, le trajo algo de sosiego y recordó la tremenda lucha entablada
hasta lograr que Paola quedara embarazada. Cinco largos años de penosos
tratamientos y esperas angustiosas hasta que llegó el día esperado. Y allí
empezó una ansiosa espera de nueve meses hasta que, luego de un breve parto,
llegó el premio mayor.
Ser padres es de gigantes, idiotas abstenerse.
No obstante, conforme se alejaba de la habitación todas esas
horribles sensaciones volvían a agobiarle.
Pasaron varias semanas hasta que pudo comenzar a olvidar
mínimamente lo ocurrido aquella noche y varios años hasta que lo olvidó
totalmente.
Durante esos años Lara comenzó sus primeros de escuela y toda la
atención, como desde su nacimiento, se centró en ella.
Es que era un ángel.
Una vez ella en escena todo lo demás se opacaba y se llevaba la
exclusividad y las babas de sus padres, tíos, abuelos, y quien fuera que
tuviera ante sí. Su paso por la escuela primaria, secundaria, hasta su ingreso
a la universidad, fue solo un trámite. Siempre en destacado, siempre
sobresaliendo. Era parte integrante en todas las decisiones que se tomaban en
familia y para Diego, su padre, era un permanente órgano de consulta, un faro
que iluminaba su vida y la de su esposa.
Por eso, cuando esa noche sonó el teléfono, mientras la pareja
miraba tranquilamente televisión después de la cena, nadie se hubiera imaginado
la tragedia que se desataría al minuto siguiente.
Diego escuchaba estupefacto lo que alguien le decía mientras Paola
lo veía palidecer intensamente.
“Un accidente…”
“¿Donde está…?”
“…En el Hospital Municipal…”
“¿Cómo está?...”
“…No sabemos, señor, allí le informarán…”
Como en una mala película de género dramático y sin saber cuando ni
como se encontraron en una morgue reconociendo el cadáver, aún sin saber si era
un mal sueño, sin poder reaccionar.
Presas de tal angustia que aún no habían
derramado una sola lágrima, no habían tenido tiempo, tenían que asimilar que
Lara estaba muerta. Los allegados comenzaron a llegar y encontraban a la pareja
en una pequeña y agobiante salita con una expresión perdida en el rostro, como
si no supieran siquiera donde estaban. Pero cuando Paola tuvo noción de que su
madre estaba ante ella la conmoción la desbordó. De su boca emergió un grito
ronco y monocorde, constante, atronador.
“No” decía pero la “o” jamás se cortaba.
Diego asistía a todo esto más como un espectador que como un
obligado protagonista. Sentía un vacío en el alma imposible de describir o
ponderar pero aún no caía en la cuenta del trance al que estaba sometido.
Finalmente Paola se desmayó y tuvo que ser atendida por la guardia
del hospital.
“Lara esta muerta” sonaba en la mente de Diego. “Un hijo de puta la
mató para robarle el bolso”.
A su alrededor todo era llanto y desesperación inconsolable. Todo
era drama, tragedia, estupor. Una mano se posó en el hombro de Diego.
Se giró, era su padre, Diego también se desmayó.
La sala velatoria era como cualquier otra, lujosa, confortable,
pero a nadie le importaba. Paola permanecía de pie ante el féretro con la
mirada perdida en algún universo distante y Lara estaba increíblemente hermosa,
tan hermosa como muerta. Si ser padre es de gigantes, perder un hijo te hace un
enano, insignificante, sin ganas de seguir.
El momento tan temido llegó y fue tan aterrador como Diego lo
imaginó, quizás más.
Había que cerrar el féretro.
Inútil describir el dolor, el espanto, el desgarro.
Pero Diego no calculó la escena del cementerio.
Fue mucho peor.
Junto a Paola ante la tumba abierta, ver descender el féretro hacia
la fosa fue como descender con ella hacia el vacío más absoluto. La tierra
cayendo y estrellándose en la madera con ruido sordo, tapando la felicidad, el
futuro, los proyectos, todo enterrado para siempre…
Le pareció que sus oídos fallaban pues comenzó a escuchar unos
pitidos. Desconcertado vio como sus manos iban perdiendo consistencia. De pronto
se vio a s{i mismo desde lo alto junto a Paola, como si estuviera volando y
ganando altura rápidamente. Y los pitidos cada vez más fuertes, más potentes,
ensordecedores…
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Se encontró sentado en la cama con los pitidos del reloj
atronándole los oídos. Ese día cumplía veintinueve años.
De un manotazo silenció el reloj…
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Ernesto Mario Rosa